Con Egipto en la piel
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Con Egipto en la piel
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Respiraba profundo. Sentada ante el mejor escenario que sus ojos nunca hubiesen admirado, postrada ante el colosal rostro de un faraón milenario era como si el ruido de la moderna Luxor quedase excluido de aquel templo.
El esqueleto de aquel templo, bañado bajo la tenue luz de los focos, era el reflejo de lo que había sido la antigua ciudad de Tebas. La majestuosidad aún reinaba en aquel espacio y el rostro en los colosos de Ramsés II transmitía la serenidad de todo un monarca. Contemplar aquella escena, encontrarse cara a cara con el gran faraón era una de las experiencias más maravillosas de su corta vida. Aunque diminuta ante los colosos, se sentía inmensa, como la noche estrellada que se extendía ahora sobre el templo. Sin prohibiciones como sucedería en la mejor época de la edificación, ella podría recorrer los pasillos del templo, contemplar los pilares y perderse en su diámetro. Sus ojos, siempre inquietos por captar cada detalle de una cultura aún viva en millones de corazones, admirarían las escrituras sagradas, los mensajes indescifrables para los miles de extraños que visitaban cada día las ruinas del templo. Para ella, la experiencia sería diferente.
El estudio de las culturas antiguas siempre había despertado su interés, pero había sido la historia del Antiguo Egipto la que la había cautivado. Su forma de vida, sus avances impensables para la antigüedad que tenían, su sabiduría y entendimiento de la vida con leyes que superaban a las modernas en muchos aspectos. La egipcia era una cultura apasionante, pero lo más importante era sentirla en su propia piel.
Con el semblante del faraón otorgando su paso al interior del recinto, sus pies avanzaron hasta alcanzar el pasillo de columnas. Su mirada se perdía en la oscuridad de la noche siguiendo los innumerables símbolos y jeroglíficos que decoraban aquellos cuerpos cilíndricos. Sus manos temblorosas agarraban con fuerza la mochila que se había colgado sobre el pecho, para evitar perderse en un túnel del tiempo, aunque realmente era lo que más deseaba en aquel momento, vivir los buenos tiempos del templo de Luxor y conocer su día a día. Sin duda, Ramsés II había sabido culminar con eficacia y grandeza la obra iniciada por sus antecesores en el trono. La sala de las columnatas era un festín de los dioses antiguos donde Mut y Amón encabezaban en una secuencia la fiesta de Opet, obra de Tuthankamón.
Pasear por las salas del templo de Luxor era como ojear la historia del Antiguo Egipto, conocer a los mayores reyes del Imperio Nuevo y sentirse partícipe de sus obras. Pero lo más emocionante estaba por llegar. A mitad del recorrido, una sala lateral la invitada a acceder a los antiguos jardines del templo, donde los sacerdotes y los monarcas accedían para realizar los acciones sagradas. Allí aún perduraba el lago que tantas ofrendas había albergado en sus aguas y el escarabajo pelotero, el que aún hoy representa la superación personal para los egipcios. Ver todo aquello e imaginarse su aspecto festivo, lleno de vida y de color en las frías piedras que ahora se mantenían en pie, era un sentimiento inexplicable para ella.
Su admiración crecía con cada paso que daba en el suelo sagrado de Luxor. Ante el desfile de imágenes y figuras, en su interior recordaba cada significado, comprendía cada cartucho que las piedras protegían, todos los años de estudio se desperezaban al ver la historia tan cerca. Hasta que llegó a él. Era el esquema de la fachada principal del templo, la imagen que Ramsés II quería en su aportación al templo.
Re: Con Egipto en la piel
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Como si se tratara del plano de un arquitecto del mejor gabinete, los antiguos egipcios habían sellado en la roca la imagen del templo más importante para la celebración del Año Nuevo. Las instrucciones del faraón a sus obreros y súbditos para honrar a los dioses. Y sin apenas darse cuenta, sus manos soltaron la bandolera que colgaba en su hombro y temblorosas, como las manos de un anciano acariciando el rostro de un familiar al que no ve desde hace años, las yemas de sus dedos se acercaron al plano. Sentía la necesidad de acariciar el perfil de aquel dibujo, sentir la fuerza que transmitía, pues era el primer retrato del templo de la antigua Tebas. Y lo sintió. Los trazos labrados hacía más de tres mil año se tatuaron en su piel, como dibujando una línea invisible para los ojos, pero profunda al tacto.
El Antiguo Egipto pedía permiso para entrar en su piel, como antes ella misma se lo había pedido a los colosos del faraón. Ahora el templo también se asentaba en su alma y con él, todos los reyes y reinas que habían aportado su personalidad en su construcción estarían con ella.
A la salida del templo el ruido de la ciudad rompía lo sagrado del lugar. El bullicio turístico contaminaba un ambiente que ya posaba tranquilo en el fondo de su corazón.
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